domingo, enero 03, 2021

Dosmilveinte

Se acaba el 2020 y puedo decir, como la canción de Ingrid Michaelson, que “all that I know is I’m breathing”. En el recuento de hace un año dije que había vivido un año Exatlón, porque sentí que había muchas experiencias —algunas muy duras, btw— a gran velocidad. Diría que este año fue lo contrario, pero también fue intenso, así que ya no sé, jaja.

Es un lugar común decir que 2020 fue un año difícil para el mundo, con la pandemia sin control y el confinamiento y las desigualdades y enemil cosas que estaban ahí latentes para explotar en el momento menos esperado. Sin embargo, en lo personal, fue un año de crecimiento… a trancazos, quizá, pero crecimiento.

El año inició con cambios bobos, pero interesantes, cambié de corte de pelo —de color no, por supuesto, que el rojo no está a discusión— y de perfume. También dejé de comer alrededor de la universidad y me hice el propósito de ir diario a comer a casa. Esto fue acompañado por el esfuerzo de no quedarme tiempo extra en la oficina, siempre he pensado que el hecho de que uno ame su trabajo no implica que tenga que traerlo encima 24X7. Si he de ser honesta, los cambios no empezaron con el año nuevo: seis meses antes había cambiado de departamento, después hubo una crisis y hasta hubo una ruptura. Quizá solamente fue un efecto dominó.


Todo cambió en marzo, con la pandemia y la cuarentena que, en principio, duraría hasta finales del mes, después hasta mayo y, en algún momento, ya no le vimos fin. La idea de comer en casa fue más fácil, pero aquella de no llevar trabajo ahí se colapsó por completo. El never ending home-office se coló a mi departamento —tuve que comprar un escritorio, btw— y hasta a la casa de mi mamá —donde hace varios años que solamente iba de visita, en fines de semana o en vacaciones—. Si bien me mantuve cuerda, el encierro y las horas frente a la pantalla se multiplicaron y tuvieron efectos físicos, como resequedad en los ojos, manchas en la cara y más cansancio que nunca.

El olor a cloro, Lysol y gel antibacterial se volvieron cotidianos en mi vida. Mis usos y costumbres que incluían salir dos o tres veces por semana —al café, al cine, a comer, a bobear— y viajar por lo menos tres veces en el año —a veces de vacaciones, a veces a congresos, reuniones, exámenes de grado— se transformaron por un encierro casi total, aderezado con el temor a ser un arma bacteriológica cada vez que llegaba a casa de mi mamá.

 

Reconozco que estuve en el lado del privilegio, porque mi empleo se mantuvo y mi salario también, pero estuve muy lejos de esas imágenes del encierro con tiempo para hacer ejercicio, leer y cocinar. Acá todo se volvió caos, saltar de una clase a otra y después a una asesoría, una junta y/o un congreso. Honestamente, prefiero correr de un edificio a otro —o hasta de una ciudad a otra— que saltar de Teams a Zoom a Meet a Jitsi a Webex.

Lo peor fue dobletear: si era posible estar en dos actividades al mismo tiempo, con el poder de dos compus, una al lado de la otra, no había necesidad de cancelar o mover cosas. Al principio parecía divertido, porque era una cosa de un día, pero cuando se cruzaron ALAIC y AMIC con reuniones importantes y/o con las últimas semanas de clases, se volvió algo cotidiano… y agotador, muy agotador. No quiero volver a hacerlo jamás. Quizá por eso terminé el semestre y cerré compus casi dos semanas para dedicarme a la contemplación.


 

Estas dos semanas de vacaciones sí que fueron regeneradoras, con el combo mágico de terraza, viento frío, sol calientito, perros, lectura. Ahí encontré la calma que necesitaba después del caos. Si en todo el semestre apenas había logrado leer un libro —muy bueno, por cierto, fue En estado de viaje de Clarice Lispector—, en dos semanas de vacaciones me eché dos y medio: La vida de los elfos de Muriel Barbery, Viajes por el scriptorium de Paul Auster y La chica de la Leica de Helena Janeczek.

Casi no fui al cine, creo que la última película que vi en pantallota fue Star Wars: Episode IX, The Rise of Skywalker. A cambio, esta vez sí desquité la suscripción de Netflix y vi, entre otras tantas cosas, 15 temporadas de Grey’s Anatomy en los primeros tres meses de encierro; la temporada 16 la vi con calma y ahora espero que llegue la 17. Nota al pie: Las primeras tres temporadas de esta serie las vi hace años, cuando vivía en Guadalajara y había que ver un capítulo por semana, creo que en Sony. Reencontrarme con ella tantos años después fue muy interesante.

Según Spotify, entre las canciones que más escuché están “Keep breathing” de Ingrid Michaelson, “Si” de Zaz, “Deséame suerte” de Vetusta Morla, “If I be wrong” de Wolf Larsen y “Nekojarashi” de RADWIMPS.

Este año, mi recuento de viajes incluye solamente aquellos que fueron cancelados: Helsinki y San Petersburgo, Medellín, Cancún, Colima, Beijing —que después iba a ser Tampere—, Porto Alegre, Ciudad de México, Guadalajara y otra vuelta en el Chepe. El año anterior había cerrado el recuento diciendo que ya tenía los vuelos para las vacaciones de Semana Santa, muy ilusa fui.

Creo que la última vez que fui con alguien al chisme de café fue con mi jefe, al Punta del Cielo que hay abajo de la oficina, el último fin de semana antes del caos. Lo demás han sido cafés y alcoholes en Zoom… que los ojos no necesitan más horas de pantalla, pero la vida sí necesita reencontrarse con la gente que uno ama.

 


En medio de todo lo terrible, puedo decir que la pandemia me obligó a encerrarme, pero me permitió ocuparme de lo importante: mi mamá, mis perros, mi gata y yo misma. Hice cambios, tomé decisiones y, a diferencia del año pasado que cerró con tantas dudas, esta vez hay algo de claridad.

Quizá los momentos que mejor representan mi año son las pláticas en la banqueta a un metro de distancia con mi amiga de toda la vida, el encuentro de menos de dos minutos con alguien en la esquina de mi edificio para adelantar mi regalo de cumpleaños y la cara de mi mamá cuando —aprovechando que tuvimos que ir al médico— vio las luces de Navidad en la plaza, en su primera salida en casi nueve meses.

El año pasado cerré el recuento con una frase de Tolkien —de quien, por cierto, hoy es aniversario de nacimiento— y creo que seguirá por aquí como un mantra: “all we have to decide is what to do with the time that is given us”.