lunes, diciembre 31, 2018

Dosmildieciocho

2018 fue un año interesante, lleno de aprendizajes. Sigo viendo cómo se conectan las cosas y cómo van cobrando sentido con el tiempo.

Éste fue un año acelerado en unos sentidos y tranquilo en otros, acelerado por el ritmo de trabajo y porque no salía de una cosa cuando ya estaba en otras tres, tranquilo porque fue un año de sembrar cosas, de modo que el énfasis estuvo en lo cotidiano y no tanto en los grandes acontecimientos.


Precisamente lo cotidiano me hizo feliz, las cosas espontáneas, como caminar bajo la lluvia, bobear en los callejones de Guanajuato, tomar café y comer pastel en unas escaleras, salir del trabajo en la noche con harto cansancio y decidir a esas santas horas ir a tomar algo, escapar de una obra de teatro muy mala y descubrir en ese rato un lugar lindo para cenar, sonreír cuando llegan mensajes, hacer un equipo muégano en un congreso, salir de otro congreso y correr a la playa, reencontrarse con gente linda, ver que permanece otra gente linda.


Tal como fue previsto en el recuento del año pasado, ya tengo credencial leonesa. El depa ya me quedó chiquito, pero decidí quedarme más tiempo ahí por la ubicación, la vista, la comodidad... y, por supuesto, porque no hay alacranes. Este año sí logré que crecieran mis plantitas en el balcón. Fui a la ópera, a conciertos, a museos, a comer, a tomar café o unos vinos. Seguí estudiando francés y osé entrar a un coro. Hice trabajo de campo y conocí gente maravillosa en el camino. También me atrofié un tobillo (oh, sí, el izquierdo, por tercera vez) y eso me llevó a etnografiar el servicio médico gringo, pero ésa es otra historia.


Hubo momentos muy tristes también. La muerte de María Elena y Sabás en mayo, con tres días de diferencia, me pegó mucho. No pude ir al funeral de ella en Ciudad de México ni al de él en Aguascalientes, porque me tocaba estar en Monterrey. La vida es muy extraña: en Monterrey conocí a María Elena diez años antes, en Monterrey la vi con vida por última vez, aquel día que bobeamos en el aeropuerto. En 2017 me pasó algo similar, la muerte de Corina me sorprendió mientras yo estaba en Buenos Aires. A los tres los llevo en el corazón.


El recuento viajero cerró en 15 aviones, ya no sé cuántos camiones, Bla Bla Car y anexas. Fui a Guanajuato (tres o cuatro veces, de entrada por salida y no me deportaron, muajajá), San Luis Potosí, San Juan de los Lagos, Monterrey, Tetela, Pachuca, Ciudad de México (aunque fuera para hacer escalas) y, por supuesto, Guadalajara y Aguascalientes. Fuera del país esta vez sólo me moví hacia el norte: Los Angeles, San Francisco, Moraga, Eugene y Toronto. Conservé la bonita costumbre de cerrar la maleta cuando el Uber ya está afuera y el vuelo aparece on time. Me sentí diminuta frente a las cataratas del Niagara, como cuando fui a Barrancas del Cobre y al Grand Canyon. Los vuelos retrasados hicieron chicle bomba mis negras intenciones de ir a la playa para aprovechar una espera de 8 horas en un aeropuerto. El cansancio me hizo cancelar algunos viajes que había planeado (Cuernavaca, Ciudad de México, Minneapolis, Montreal... este último sí que me dolió), pero ya recuperé fuerzas y empecé a planear los de 2019 (habemus vuelo para las vacaciones de Semana Santa, habemus).


Las dos películas que más me impactaron en el año fueron The shape of water de Guillermo del Toro y Roma de Alfonso Cuarón. La primera por la capacidad de replantear una historia de fantasía, la segunda por la capacidad de articular una historia de la vida cotidiana con los cambios urbanos, las desigualdades sociales y los acontecimientos sociopolíticos de nuestro país. Coincidentemente, las dos son historias muy personales de mis dos directores mexicanos favoritos. Por supuesto que mantuve mi fascinación por las películas de superhéroes, me impactó la desaparición de tantos personajes con el chasquido de Thanos en Avengers: Infinity War y en estos últimos días me sorprendió gratamente Spiderman into the Spider Verse.


Según Spotify, escuché 58471 minutos de música (sorprendentemente, menos que el año pasado). La canción que más escuché fue "Mombasa", de la banda sonora de Inception que hizo Hans Zimmer. La que más anduve tarareando fue "You'll never know", de la banda sonora de The shape of water, en la voz de Renée Fleming.


Buena parte de mi año quedó registrada en Instagram. Éstas fueron mis #2018bestnine según la aplicación.





En realidad sólo fueron las más populares y, curiosamente, fue una selección muy Canadian, cuatro de las fotos son de aquellos rumbos. Sin embargo, yo hice #myalternative2018bestnine.




Más allá de los viajes, lo que más disfruto es regresar con mi familia, disfrutar a mi mamá, mis perros y gata, salir con los amigos que dejé en Aguascalientes... y eso es lo que he hecho en estos días.





Desde este humilde -y casi abandonado- blog, ¡feliz 2019 a todos!

sábado, diciembre 15, 2018

Con ellos yo veía los aviones

Ya que andamos todos memoriosos con  #MyROMA, les cuento: Mi papá era quien me llevaba y traía del kínder. Era un tipo muy alto, así que recuerdo dos cosas: que era muy fácil encontrarlo a la salida (la cabeza que sobresalía a cualquier otra) y que yo -en aquel tiempo chaparrita y flaquitita- parecía más una extensión de su brazo que una persona. Era obsesivo con la puntualidad, así que siempre estuve a tiempo. Sin embargo, un día tuvo un problema con su reloj y no estuvo ahí a las 12 del día. Lo que yo recuerdo es que todos se fueron y yo buscaba aquel andar tan particular entre la gente, pero no aparecía. Una de las asistentes me llevó a los juegos para entretenerme un poco. Mientras tanto, en casa, mi mamá estaba muy preocupada al ver que no llegábamos. Fue al kínder, encontró aquella escena de la niña y la asistente en una escuela casi vacía. Le agradeció por cuidarme y me llevó de regreso a casa. Ni les cuento cómo le fue a mi papá cuando volvió, dos horas tarde, con un reloj que se había parado a las 11:30 AM.

En aquel tiempo era terriblemente tímida. No tuve hermanos, así que mi vida transcurría con adultos. Los hijos de los amigos de mis papás eran mayores que yo, así que me resultaba fácil interactuar con mayores, pero muy difícil con los de mi edad. También era francamente soberbia. Aprendí a leer y escribir a los 4 años y eso me daba una sensación de superioridad frente a mis compañeros, que seguían haciendo líneas y bolitas. Viajábamos mucho, la mayoría de las veces a lugares cercanos y sin planes. En mi cabeza, Guadalajara era la ciudad de las casas grandotas (edificios, pues), Guanajuato era donde había callejones y Zacatecas era donde estaba la Bufa (yo ya odiaba la Bufa). El viaje que más representa la relación entre mis padres y yo fue uno a Vallarta: mi papá no veía peligro en que yo jugara en la playa, mientras mi mamá veía la zona de olas altas cual si fuera zona de tornados. Había tres cosas en las que sí coincidían: tenían personalidades muy fuertes, lo más importante para ellos era yo (o eso decían, jaja) y construyeron una idea del compromiso muy rara para los años 80. Ya he contado otras veces que nunca se casaron (pecado mortal para las sociedades conservadoras de aquel tiempo y para sus familias, auch), su compromiso era sólo de palabra y así duró 24 años, hasta que él murió. Tenían un ritual que yo entonces no entendía y ahora valoro mucho: todos los días a las 7 PM tomaban café y hablaban, el mundo podía caerse mientras tanto (y el mundo podía ser yo, por supuesto), pero ese momento era suyo y de nadie más.

Ésta que ven está hecha -entre otras cosas- de esa historia. Soy obsesiva con la puntualidad (que no siempre logre llegar a tiempo no significa que no me importe) y ñoña como mi padre. Me encanta salir, soy sociable y también canto, como mi madre. Amo viajar y tengo el superpoder de hacer y deshacer maletas en 10 minutos. Ya no soy tímida, pero por momentos sigo luchando contra la soberbia. Dicen los que me conocen que también tengo una personalidad tantito intensa, como ellos. La vida da muchas vueltas y esos lugares que recorrimos tantas veces se convirtieron en parte de mi vida adulta: mi primer trabajo académico fue en Zacatecas, estudié en Guadalajara y ahora trabajo en León. A veces todavía encuentro ese andar tan particular entre la gente, aunque murió hace 15 años. Hablo por teléfono todos los días con mi mamá. Y, cuando veo los aviones desde el balcón (no en el charco), siempre los recuerdo a ellos, MaryChuy y Luis.