
Por un momento, regresé a los 80 y me senté otra vez en el sillón largo de la casa de Aurora; casi vi a mi papá sentado ahí mientras yo, aún bebé, trepaba por su brazo; el jardín donde jugaba con Rocío (mi primera amiga) sigue ahí y ella otra vez me regaló, a mis 26 como cuando tenía 5, plumas de colores; fue emotivo para todas: para Aurora y Rocío, para mi mamá y yo. Y fue triste pensar que lo que nos llevó a mi mamá y a mí de regreso a esa casa fue saber gravemente enferma a la mamá de Aurora, que fue durante muchos años la mejor amiga de mi papá (con todos los celos que eso me causaba). Mi papá ya se fue, su amiga ya casi se va (aunque suene duro); Aurora, Rocío, mi mamá y yo compartimos de algún modo esa historia y compartimos, sobre todo, las viejas historias, las que parecen recrearse en cada rincón.
Escribo con los ojos húmedos, luego de que la felicidad del reencuentro y del recuerdo se entretejió con el dolor de la enfermedad y la muerte. Al final de cuentas, ¿de qué, si no de esos extraños entretejimientos, está construida la vida?