sábado, octubre 15, 2011

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Las bodas no son mi hit, pero confieso que algunas me han fascinado hasta el extremo. La de mi sobrina potosina cabe en esa categoría de bodas extrañamente fascinantes.

Debería darnos pena, la invitación decía bien clarito 3:30 (y yo leí 3:45, no sé por qué). La familia del novio, puros españoles, estaba a tiempo. Mi familia no. ¡Aplausos! Como sea, la juez se puso platicadora y le dejó claro al pobre hombre que había aceptado someterse a las leyes mexicanas, qué fuerte. Gracias al cielo que no leyó la epístola de Melchor Ocampo, eso sí que me habría causado el patatús. Al final, un compañero del equipo de investigación de mi sobrina (sí, es bien ñoña, mucho más que yo) improvisó su más sentido mensaje y se vio muy académico. Mr. Sabe a pollo, muy atinadamente, me expresó su preocupación en torno a la revisión por pares.

Tras la ceremonia civil, vino la religiosa en versión resumen ejecutivo, es decir, hubo rito sin misa, con un sacerdote de una comunidad. He de decir que lo que hizo fue muy emotivo y hubo algunos destellos dignos de comedia romántica, como cuando ventaneó a mi ilustre sobrina, que alguna vez le dijo, acerca del que ahora es su esposo: "vino a verme desde España, yo creo que sí me quiere". En algún momento, nos dimos cuenta de que la novia mexicana se ha españolizado: "pues nada, que la ceremonia nos ha fascinado", dijo bien clarito.

La hora del mariachi fue otro episodio cómico-mágico-musical, entre las caras que uno de ellos hacía cuando cantaba y el pantalón de otro que, sospecho, muy incómodo era. A los europeos creo que les gustó. Yo reiteré que me encantan ciertas canciones y no consigo recordar las letras, así que canto de modo intermitente.

La comida fue casi tan excelsa como el nombre del negocio de banquetes de donde salió, Don Banquette se llama, así, con doble T. Por cierto, a quien se le ocurrió poner una mesa con dulces y panecillos para niños, no se le ocurrió que los primeros en asaltarla serían mis sobrinos que rondan los 20 años.

Quizás el baile fue lo mejor. Luego del vals con Under my skin, de la muy vil víbora de la mar y del lanzamiento de ramo del cual me pude escapar otra vez, vinieron las clásicas canciones de todas las bodas. Qué importa que uno aún no sepa si el cuello se ha recuperado de un esguince y que el otro no sepa si eso que siente es una costilla fisurada, si bailar como si nadie viera es tan divertido... casi tanto como descubrir, con los posteriores comentarios, que el pinche mundo sí estaba viendo. Qué importa haber conocido a la plana mayor de cierto equipo de investigación de la universidad del Gooooooooooya muy seriecitos en congresos, si resulta francamente divertido verlos bailando "de reversa, mami". Qué importa haber llegado a pensar que uno es bien alternativo gooooooooei, si termina bailando Rabiosa. Qué importa no saber bailar salsa y merengue, si es tan fácil dejarse llevar por el otro que sí baila. Qué importa... bueno, ya.

Lo más emotivo fue la sorpresa del novio a la novia: un espectáculo de pirotecnia, con los nombres de los novios y un corazoncito, al ritmo de Por ti me casaré. Creo que todos estábamos tan sorprendidos como la novia. Mi sorpresa fue mayor cuando me acerqué demasiado a la pólvora y sentí que me dio el golpe eso que respiré, fiu. En la categoría de lo emotivo caben también los recuerditos (almendras y tarros de miel) y los más sentidos mensajes de despedida.

He de decir que el ala potosina de mi familia lleva la fiesta por dentro... y por fuera. Desde el miércoles llevaban una por día y, habiendo terminado la boda, fuimos muchos (quesque los más jóvenes) a seguirla en el café de uno de ellos, con trova y así.

Gran noche. Amé los pequeños detalles, amé la calidez y la multiculturalidad, amé la compañía, muy feliz fui.

Notas pa mí: Aprender a bailar salsa y merengue. No acercarse tanto a la pólvora, aun cuando las fotos lo ameriten.

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