sábado, junio 25, 2011

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Este blog debería llamarse 20 maneras de hacer el oso en público. Está bien, no. Como sea, fui parte de un recital de alumnos de música, donde los más pequeños tenían alrededor de 4 añitos y los más grandes... cof cof... ¿será que yo, con 29 primaveras, era la más grande? Creo que sí. Sobra decir que yo estaba en el grupo de principiantes de solfeo, mientras que algunas criaturitas de más o menos de la tercera parte de mi edad iban en el equipo de estudiantes avanzados de violín, viola y violonchelo. Me resultó sorprendente el modo en que los niños abordaban el escenario en el recital, como si se tratara de un juego, subían felices, algunos presentaban ejercicios que parecían simples y otros interpretaban obras complejas, pero no titubeaban. Los de más de 18 llevábamos la angustia dentro y experimentábamos, en mayor o menor medida, cierto miedo de equivocarnos. En mi caso, por más que me repetí enemil veces que de nuestra presentación no dependían la democracia y la paz mundial (ésas ya están bastante jodidas, sobra decirlo), estaba tensa porque mis compañeros llegaron tarde y no alcanzamos a vocalizar, porque fueron evidentes para el público las impuntualidades y eso a mí sí que me da pena y hasta porque me sentía intimidada ante los grandes dotes musicales de los chavitos. ¿En qué momento nos convertimos en adultos y empezamos a experimentar el miedo a las equivocaciones que, creo, no tienen los más pequeños? Quizá debería hacer caso a esta canción que, por cierto, fue parte del repertorio de una alumna de chelo.


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